7 de agosto de 2013

El brillo de las luciérnagas

Titulo: El brillo de las luciérnagas
Autor: Paul Pen 
Año: 2013

Editorial:  Plaza & Janés
Temática: Obra de misterio y suspense
Páginas: 368
ISBN: 9788401354571

Sinopsis: Es un niño de diez años curioso, inteligente, soñador y muy imaginativo. Sería un niño como cualquier otro si no llevara toda su vida encerrado en un sótano impenetrable junto a sus padres, sus dos hermanos y su abuela, todos horriblemente desfigurados por un misterioso incendio del que nadie habla. Pero la vida oculta de la familia va a cambiar: su hermana acaba de dar a luz, el Hombre Grillo acecha peligrosamente en las sombras y él recibe la visita de unas misteriosas luciérnagas, cuyo potente brillo le animará a intentar escapar del sótano en busca de la verdad.

Y con su presencia ilumina las tinieblas en que ellos están inmersos.
TANGINA, acerca de Carol Anne, en Poltergeist

Por muy grises y tétricos que sean nuestros hogares, nosotros, la gente de carne y hueso, viviríamos allí antes que en ningún otro país.
DOROTHY en El maravilloso mago de Oz

Se lo pregunté a mi padre la noche en que mi familia cumplía cinco años en el sótano. Cinco años desde el fuego. Yo llevaba algo menos. Nací poco después de que ellos entraran. 

—¿Por qué no podemos salir?
—¿Para qué quieres salir? —contestó—. Toda tu familia está aquí.

Ellos, tú y yo, somos todo lo que necesitamos. Arriba no hay nada que merezca la pena.

Papá no quiere hacerte daño. Sólo quiere enseñarte. Tienes que aprender que éste es el mejor lugar en el que podrías estar. El mejor lugar del mundo.

—¿Pero aún sigues ahí? —gritó él—, corre a la puerta, anda. Ábrela y vete. Sal de este sótano si tantas ganas tienes de saber lo que hay fuera.

Una puerta pierde su significado si no la atraviesas a menudo. Se convierte en pared.

A veces metía la cara entre los barrotes mirando hacia la negrura que para mí era el mundo exterior. Me gustaba hacerlo porque una corriente de aire me acariciaba la cara. Una corriente de aire que olía diferente. A nada que hubiera en el sótano.

Pero mi hijo sólo verá lo que yo quiera. 
Al bajarme los párpados, un punto de luz bailó en la oscuridad del interior de mi cabeza.

—¿De dónde viene esta luz? —Cerré mi mano y agarré la nada.

Me senté en el suelo, sobre la mancha de luz, cruzando las piernas y sintiendo cómo el bebé respiraba entre mis brazos. Lo coloqué de tal forma que el chorro de color amarillo pálido le iluminó la cara.
—Esto es el sol —le dije.

A ella se le humedecieron los ojos.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—Es el amoníaco —respondió.
—A mí no me lloran los ojos.
Los hombros de mamá cayeron.
—Me acordé de algo —dijo.
—¿Algo de fuera?
Asintió.
Besé su mejilla rugosa.
—No estés triste —le dije—. El sótano es mucho mejor que lo que hay fuera. 
Su nariz silbó. Después me susurró al oído:
—Cualquier sitio en el que estés tú es mucho mejor que ningún otro.

Cogió uno de los libros de la estantería. «Se lo leíais de pequeño», dijo mostrando El maravilloso mago de Oz a mis padres. «Parece que ya habéis olvidado que tuvimos una vida fuera», añadió.

«Mientras este cactus esté bien, nosotros estaremos bien. Tenemos que ser fuertes como un cactus»

Coloqué el cactus en la mancha de luz. Una pequeña nube de partículas de polvo bailó entre sus pinchos. A medida que la luz se fue desplazando sobre el suelo, empujé la maceta con un dedo para seguir su trayectoria y que el sol no dejara de iluminar el cactus.

Pensé en la puerta de la cocina. En el inútil movimiento de mi mano, incapaz de girar el pomo. Si hubiera tratado de abrir una pared con un pomo dibujado en un trozo de papel habría conseguido el mismo resultado.

De vuelta a mi cuarto, aún en el pasillo, una suave brisa se coló por la ventana. Coloqué la cara entre los barrotes. Cerré los ojos e inspiré, dejándome envolver por ese olor diferente que llegaba desde fuera. Diferente a todo cuanto había en el sótano. Pero una nota amarga estropeó el momento, porque el exterior acababa de convertirse en un lugar al que no podía ir aunque quisiera. La puerta de la cocina estaba cerrada.
Otra ráfaga de aire me acarició la cara.
Y trajo consigo a la primera luciérnaga. 
Voló delante de mis ojos.

Y entonces se produjo el destello.
Durante un segundo, el cuerpo de aquel bicho oscuro se encendió con la mágica luz verde que emanaba del final de su abdomen. Igual que en mi libro de insectos, el que guardaba en el mueble a los pies de mi cama. La primera vez que pasé las páginas del libro quedé fascinado por las largas patas de los mántidos, el perfecto camuflaje de los fásmidos, los colores de los lepidópteros. Pero fue la luz del lampírido lo que me atrapó por completo. Un insecto de luz. Como las bombillas que colgaban desnudas en el techo del sótano. Pero vivas.
Hubo un nuevo destello, idéntico al de la fotografía de mi libro, que mostraba una luciérnaga posada en una brizna de hierba. Extendí ahora un dedo frente a ella, sobre la gravilla, interrumpiendo su camino. La luciérnaga se encaramó a él, lo escaló. Guardó el equilibrio con pequeñas batidas de las alas.
Mantuve los ojos abiertos para no perderme el siguiente destello. Cuando volvió a encenderse, tuve que parpadear varias veces para humedecerlos.
Regresé a mi cuarto con el índice extendido frente a mi cara, la luciérnaga en la punta. Mi hermano roncaba. Abrí el cajón de mi mueble. Primero deposité en el nido de camiseta el resto de cáscara que había rescatado de la cama de la abuela.
—Por si vuelves —le dije al pollito que no estaba.
Después localicé el tarro grande en el que guardaba mis lápices de colores. Los dejé caer dentro del cajón. Metí a la luciérnaga en el interior del frasco vacío. Trató de buscar agarre en su nuevo mundo de límites transparentes, pero resbaló por el cristal sin conseguirlo. Metí un lápiz en el frasco para que el insecto tuviera dónde posarse. Lo agradeció con un chispazo de frío color verde.
No existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma.

—A los niños pequeños siempre se les cuentan historias. ¿O crees que el hombre grillo existe de verdad?

Fue en ese momento cuando la vi.
Un punto de luz verde flotando en el pasillo. Varios destellos dibujaron una estela desde el techo hasta el suelo. Aparté las manos de mi abuela para poder ir en su búsqueda.

—De pequeño tenías miedo a la oscuridad —explicó—. Las primeras noches llorabas sin parar hasta que alguien encendía una luz.
—Pero ya no lo tengo —dije.
Mamá sonrió y un ojo se le cerró.
—Claro que no.
—¿Y cómo se me quitó?
—Como se quitan todos los miedos —contestó. Se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación. Allí colocó un dedo sobre el interruptor y añadió—: Enfrentándote a él.
Apagó la luz.

El canto de aquella mujer llenaba el sótano de una oscuridad mucho más profunda que la mera ausencia de luz.

Me asomé a la cuna.
—Dadle luz —susurré a las luciérnagas—, que aún tiene miedo a la oscuridad. 
Coloqué el bote junto a él y lo tapé con la sábana.
Dos destellos verdes iluminaron su rostro.
Antes de que yo abandonara la habitación, el bebé dejó de llorar.

Primero escapó el pollito. Y ahora escapaban las luciérnagas. —Por lo menos sé que tú no te vas a ir —le dije al cactus.

Me lancé sobre ella formando un cazo invertido con las manos. Pensé que había fallado, hasta que cuatro rayas verdes se dibujaron entre mis dedos. Cerré la mano derecha atrapando al insecto en su interior. El batir de sus alas me hizo cosquillas.

El hombre grillo venía a por mí. Quería meterme en su saco porque había puesto en peligro la vida del bebé al esconder en su cuna el tarro de las luciérnagas. Y porque había empezado a hacerme preguntas sobre lo que había fuera del sótano.

—¿Te hizo algo el hombre grillo? —pregunté—. Lo vi entrar en tu cuarto.
Sus ojos habitualmente nublados se llenaron de lágrimas.

Las dos nuevas luciérnagas flotaron describiendo trayectorias caprichosas más allá del cristal, como los ojos bizcos de un insecto gigante. Cuando abrí la ventana, se posaron en mi mano.
—Venís de fuera, ¿verdad?

—¿Qué importa si hay un sitio al que ir? —respondió ahora a mi pregunta anterior. Peinó una de mis cejas con su pulgar. Después bajó al máximo su tono de voz, apenas un susurro—: El hombre despegó hacia la Luna sin saber muy bien qué encontraría. ¿Harías tú lo mismo? ¿Te irías del sótano si pudieras?

Imagina que pudieras salir. Imagina que tengo esta tiza mágica —sujetó con dos dedos un contorno imaginario— y puedo pintar una puerta en el techo. Directo a la superficie. ¿Te irías?

Quiero vivir contigo para siempre.

Entonces ella me abrazó y, muy cerca de mi oreja, susurró:
—Lloro de alegría.

Podía apagar la luz de mi habitación e iluminar toda la estancia con la lámpara de las luciérnagas. En ocasiones, acostado en la cama durante la noche, me asomaba por encima de la sábana. El resplandor de color verde brillaba más allá de mis pies. Emanaba desde el interior del cajón incluso cuando estaba cerrado, a través de la ranura. Mi hermano roncaba ajeno al baile de luz que acontecía en nuestro cuarto, pero yo me quedaba hipnotizado mirándolo, imaginando que eran rayos de sol que las luciérnagas traían desde el exterior para que yo pudiera verlos.

Entonces oí el canto de un grillo. Se repitió varias veces. Un escalofrío recorrió mi espalda con cada uno de ellos.
Me tapé los oídos. Pensé en mis luciérnagas, al otro lado de la pared. Aunque no podía verlo, sabía que estarían brillando.

Moví al niño sobre mi regazo hasta que el haz de luz le acarició el rostro.
—Tú aún no tienes puertas —le susurré—. Disfruta del sol. 
El bebé abrió los ojos y empezó a llorar.

La piel de los brazos y los muslos se me encogió, y se me llenó de decenas de puntitos, como si dentro de mí hubiera una criatura deseando salir.

Miré a mi hermana, a sus ojos tras la máscara. Los mismos ojos que acababa de ver llorar, aunque la lágrima hubiera caído hacia dentro.

—No lo sé —contesté—. No sé lo que pasa.
Y ni siquiera mi abuela, que solía escuchar mucho más allá de las palabras, se dio cuenta de que había dicho aquello desde lo más profundo de mi alma.
La primera lágrima cayó sobre mi pierna desnuda.
Después lloré como el niño que era. 
Lloré como si estuviera junto a mi sobrino, dentro de su cuna.

No existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma.

—Bueno, es que eso es lo que hacemos los padres, es nuestro trabajo —respondió—. Los padres siempre sabemos muchas más cosas que los niños.
—Pues yo quiero saberlo todo.
—Créeme. Hay cosas que todavía no quieres saber. 
—¿Cómo cuáles? Mamá suspiró.
—Cada cosa a su tiempo.

—¿Todos estos insectos viven ahí fuera? 
Ella asintió.
—¿Todos?
Volvió a asentir.
—¿Podré verlos algún día?

—Que no veas en realidad a estos bichos —dijo mamá—, no quiere decir que no existan. Si existen aquí —colocó su dedo sobre mi sien—, y aquí —lo trasladó a mi pecho—, es suficiente.

—¿Por qué estamos aquí?

Me cerró el libro y se levantó para dejarlo sobre el mueble. Después volvió a mi lado pero ya no se sentó en la cama. Sólo se agachó para darme un beso en la mejilla antes de dirigirse a la puerta. Desde allí, con la cabeza pegada al marco, dijo:
—Porque no podemos estar en otro sitio.

—El fuego nos afectó a todos de manera distinta

Entonces toqué la cara de mamá. Acaricié la piel acartonada alrededor de sus ojos.
—Vuestras caras no me asustan —dije.
Su nariz silbó, parecía emocionada.
—Yo quiero tener la cara como vosotros —añadí—. No quiero ser diferente.

Estiró mi carne con sus dedos como si la modelara. Noté los párpados estirarse, los labios contraerse. Un agujero de la nariz se abrió más que el otro cuando tiró de la punta con el pulgar. También me pellizcó las cejas y las distorsionó a su antojo.
—Ya está —dijo cuando dio por terminada su labor—. Ya eres como nosotros.

—Además —murmuró la abuela a mi lado—, en realidad no eres diferente.
Agarró al bebé y lo levantó de su regazo.
—Él es igual que tú —dijo.

Apoyé la mano, relajada por completo, en el lado derecho de su máscara.
La pared blanca tras la que se escondía mi hermana.
Ella cerró los ojos. Respiró hondo.
—Siento tu calor —dijo.
Y aunque lo que yo tocaba era una superficie rígida y fría, percibí el latido de algo vivo debajo, como la cáscara del huevo cuando aún tuvo un pollito dentro.

Había desaparecido de repente, como la mancha de sol entre mis dedos al final de cada día.

—«Que nadie sepa que estás allí» —leí en voz alta—. Nadie lo sabrá —susurré a las páginas.

Cuando era pequeño papá me enseñó un truco que siempre me hacía reír: formaba una estructura con cinco cerillas, encendía una de ellas y, cuando ésta se consumía, el resto saltaba por los aires como en una explosión de palitos.

Podía no tener walkie talkie. Podía no tener pasamontañas. Pero sí tenía mi propia linterna. Cuando abrí el cajón, el tarro de las luciérnagas brilló intensamente, iluminando el interior del mueble y la cáscara del pollito que descansaba vacía a su lado.

—No quiero más.
Empujé el plato al centro de la mesa, arrastrando el mantel con él.
—¿Sabes que hay niños que se mueren de hambre en otras partes del mundo? —dijo papá.
—Yo no conozco otras partes del mundo. 
—¿Cómo que no? —intervino mi madre—. Hoy has conocido el manto, el núcleo… ¿Sabéis que ha dibujado el sótano como si estuviéramos en el centro de la Tierra?

—Mira —dijo mi hermana sosteniendo un libro frente a mis ojos—. Esto es el centro de la Tierra. Lo nuestro es sólo un sótano.
Papá chasqueó la lengua.
—Déjale.
Leí la portada del libro en voz alta:
—«Viaje al centro de la Tierra.»

—¿Desde cuándo te vas a dormir sin darme un beso?

Saqué el tarro de las luciérnagas del cajón. Brillaron a destiempo y de forma irregular. Estaban tan nerviosas como yo de enfrentarse a la misión.
—Allá vamos —les dije.

Durante unos segundos el mundo fue negro, pero pronto empecé a distinguir matices.

yo no quiero estar aquí cuando él no esté…

—Te lo dije —oí decir a la abuela. Su voz sonaba grave, como si hubiera recorrido años luz para llegar a la habitación desde el planeta de sueños en el que se encontraba—.

Lloré al pensar lo que podría haber ocurrido. Al imaginar que nunca más habría podido coger al bebé entre mis brazos para disfrutar juntos de la mancha de sol en el salón. Ni a colocarnos en la ventana del pasillo respirando el aire que venía de fuera. O que nunca habríamos crecido juntos para que pudiera hablarle sobre la noche en que dejé la lámpara de las luciérnagas en su cuna para que no tuviera miedo a la oscuridad.
Mi hermana estaba equivocada cuando decía que no era una vida lo que el bebé y yo teníamos en el sótano.
Claro que lo era. 
Era la nuestra. 
La única que teníamos.

Yo me había arrodillado para colocar la cara a la altura del bebé.
—¿Estás a oscuras? —pregunté a la barriga. Pegué la oreja a la piel de mi hermana esperando una respuesta que no se produjo—. ¿Tienes luz ahí dentro?

En mi interior nació entonces una emoción desconocida. Una chispa que luchó por encenderse.

Saqué el tarro de las luciérnagas.
—Necesito que brilléis —les dije—. Necesito ver la luz de fuera. 
Sostuve el tarro frente a mis ojos.
Permaneció a oscuras.
—Por favor…
Miré a la nada entre mis manos, deseando ver los rayos de sol que ellas me habían traído del mundo exterior. Aunque no fuera así en realidad. Aunque su luz no fuera más que otra luz artificial en mi vida, un montón de químicos en el abdomen de un insecto.
—Sacadme de esta oscuridad. 
Una lágrima resbaló por mi mejilla, hasta mi boca.
Agité el tarro.
—Quiero ir al sitio de donde venís vosotras. 
Parpadeé preparándome para ser deslumbrado. Cerré los ojos. Esperé. Quería darles tiempo a encenderse. Los volví a abrir confiando en encontrar la habitación coloreada de verde. Pero hallé la misma oscuridad.

Fue la primera de todas esas luciérnagas que habían venido a morir a mi tarro.
El sótano de cristal al que yo las había condenado.
Por primera vez me sentí perdido en esa oscuridad que siempre había sido mi mundo. Ajeno a ella. Extraño en el sótano.
La chispa desconocida que había prendido dentro de mí se transformó en una pequeña llama. Una llama que quemaba.
—Quiero salir de aquí —dije a la oscuridad. 
Respiré hondo aceptando la verdad.
Entregado al deseo de una nueva vida.
—Quiero salir de aquí —repetí para escucharme.

Y que abrirás los ojos a partir de ahora. —Alargó las vocales al hablar. Su cintura describió un círculo, como si bailara un aro imaginario—. ¿Me lo prometes?
Afirmé con un sonido de garganta.
—Si no los abres, nunca vas a enterarte de lo que pasa realmente en este sótano —añadió—. Hasta ahora no te has enterado de nada, y…
Dejó caer la máscara antes de acabar la frase.
Vi su rostro durante un instante antes de poder reaccionar.
Y después de ese instante, mis ojos se negaron a cerrarse. 
Porque la cara que apareció tras la máscara lo cambió todo.

—¿Lo ves? —preguntó ella. 
En ese momento, las luciérnagas en el tarro regresaron a la vida para brillar con mayor intensidad que nunca.

En cuanto los padres salieron de casa, la hija hizo justo lo contrario, y animó a su hermano a que subiera solo a lo alto de la torre. Al lugar plagado de misterios y mitologías domésticas de las que siempre hablaba el abuelo, un lugar al que pocas veces le habían permitido subir, y siempre acompañado. Allí arriba, descubrió con la boca abierta un sol que a esa hora de la tarde sangraba en rojo sobre un mar oscuro. Acarició con asombro las mamparas de cristal que cubrían el enorme foco. Se imaginó navegando en alguno de los barcos a los que antaño guiaba esa luz. Respiró lentamente, para recordarlo siempre, el aire mágico que parecía flotar en aquel lugar encantado.

La realidad se emborronó cuando los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó la madre del niño.
El abuelo dejó el teléfono sobre la mesilla. Descolgó el auricular y lo sujetó entre la mejilla y el hombro.
—Lo único que podemos hacer —contestó—. Lo correcto.

Las lágrimas que brotaron de sus ojos no fueron resultado del dolor físico. Un suspiro desgarrado emanó de su estómago. Sintió que podría haber vomitado su alma. Aflojó la tirantez de su pelo. Las lágrimas emborronaron la imagen de sus padres en un perfecto símbolo de lo que significaban para ella.

—¿De verdad tenemos que bajarle?
—No voy a pasar por esto otra vez —respondió el hombre con las manos en alto—. Lo hacemos para proteger su vida. Y la nuestra.
—¿Y qué vida vamos a darle? —preguntó la abuela—. ¿Una vida de oscuridad encerrado bajo tierra?

Miraba un círculo de luz que se proyectaba sobre el suelo desde el techo. Una viga inexistente de polvo brillante dibujada en medio del salón.
—Debe de haber alguna grieta arriba —explicó él—. El sol entra por ese agujero del techo. —Pisó la mancha luminosa como si así pudiera matarla—. Tengo que taparlo para…
—No lo hagas —interrumpió ella—. No la tapes. Que pueda ver el sol.

El maravilloso mago de Oz. Recordó haber leído aquel libro al niño durante varias noches, preparado para dormir en lo alto de la litera, y las risas que le estallaban en la boca con los disparates que soltaba el Espantapájaros. «De mayor quiero ser como él», había dicho el niño una noche. La mujer sintió ganas de llorar al recordar la frase, lo que le había ocurrido al niño y lo que el Espantapájaros iba a buscar a Oz.
—Le leíamos cosas tan bonitas… 
El hombre contempló la portada del libro asomado por encima del hombro de su esposa. —
Nuestro hijo sigue siendo bonito —le susurró al oído.
La mujer repasó el contorno del libro con el dedo índice. Cuando llegó a la esquina superior derecha lo abrió al azar por una de las páginas. Pudo escuchar el sonido húmedo de los labios de su marido al estirarse, sonriendo junto a su oreja.
—¿Lo ves? —le dijo al oído—. No hay nada como el hogar. Y eso es lo que va a tener aquí.
Recorrió con el dedo la frase impresa en la página.
—No hay nada como el hogar —repitió ella. Dobló la esquina superior de la página veintisiete para marcarla.

Un suspiro de ella apagó la cerilla, borrando todo el entorno. Como si el sótano de verdad hubiera dejado de existir. Esta vez él no se molestó en encender otra.

La mujer asintió como si aceptara lo que se le decía, pero los pulgares del hombre extendieron por su cara un par de lágrimas que delataron la verdad.
—No llores —le dijo al oído—. Es lo mejor que podemos hacer.
Cuando la abrazó, sintió el corazón de ella latir contra su pecho como si fuera el suyo propio. Ella se sorbió la nariz.

Cuando su madre dejó de llorar, el niño se separó de ella y le secó la cara con las manos. Besó primero su ojo izquierdo y después el derecho.
—No estés triste —dijo en un pretendido susurro—. Los grillos viven debajo de la tierra. No me importa vivir como ellos.

Y recordó cómo sonrió, hacía años, la noche en que miraron al cielo desde el acantilado, junto al faro, cuando le hizo creer que las pecas que moteaban su nariz eran estrellas caídas del cielo.

—Te serviré un plato en cada comida cada día —le susurró al oído—. Para imaginar que estás conmigo.
—No tendrás que imaginar —dijo él—. Sólo prométeme que vas a ser fuerte. Fuerte como un… 
—… cactus —completó ella la frase que tantas veces se habían repetido en las etapas más duras de su matrimonio—. Como un cactus.

—¿Viene contigo? —preguntó la abuela en cuanto oyó regresar a su hijo.
—No.
A la abuela se le ensombreció el rostro más incluso que cuando le habían quitado la venda. Como si le entristeciera más enfrentarse a la ausencia del abuelo que a un futuro de oscuridad. Si es que ambas cosas no eran la misma para ella.

—No tienes por qué estar encerrado aquí abajo —susurró ella.
Sus palabras avivaron la llama que esa noche se había encendido en mi interior. El deseo de conocer el lugar del que venían mis luciérnagas.

El tarro de las luciérnagas brilló a los pies de la litera. Su luz emanó por aquel extremo como en el amanecer de un sol verdoso.

—Narnia —le dije—. Es a Narnia adonde se va por un armario.

—Pero mamá me dijo que nosotros vivimos en la superficie. En la parte azul y blanca de la Tierra.
Mi hermana torció la máscara.
—Con lo listo que pareces a veces… ¿Acaso has visto algo azul cuando te asomas por la ventana? —preguntó—. ¿O algo blanco?
Por la ventana sólo se veía otro montón de oscuridad. Una caja dentro de otra caja.

—Hay que esperar a que venga el hombre grillo.

—¿Qué hay fuera? —pregunté. 
Ella apretó los labios. Parpadeó a un ritmo mayor del habitual.
—Ya lo verás —dijo.
Me imaginé asomando la cabeza a lo que hubiera fuera del sótano, haciéndome visible para el resto mundo. Emergiendo de las profundidades con mi lámpara de luciérnagas en lo alto. Tocando la tapa del tarro para indicarles que reprodujeran con destellos luminosos la señal de socorro en código morse que les había estado enseñando. Tres destellos cortos, tres largos, tres cortos. Ya casi se la tenían aprendida.

Observé a la abuela en el sofá. Recordé las palabras que me había dicho cuando el cactus apareció en el sótano: «Mientras este cactus esté bien, nosotros estaremos bien». 
Recogí un pedazo de la maceta y corrí a mi cuarto.
—Empieza a funcionar —oí decir a mi padre.
—No funciona nada —añadió mamá.
Cerré los ojos antes de entrar en la habitación. Pero no por el hábito que impuso durante años el temor a ver el rostro de mi hermana, sino porque no quería volver a llorar. Me senté en el suelo, apoyando la espalda en la puerta.
—¿Qué te han hecho ahora? —preguntó ella. 
Le mostré el pedazo de maceta que había recuperado. 
—No puede ser —dijo—. ¿Tu cactus?
Sólo cuando supe que tendría voz suficiente para hablar, dije:
—Quiero que el hombre grillo venga ya.

Me acerqué al mueble situado a los pies de mi cama. Abrí el cajón. Las luciérnagas revoloteaban en el interior del tarro. Cogí el nido de camiseta en el que descansaba la cáscara de huevo del que nunca nació un pollito. Lo coloqué encima del mueble. Deposité el trozo de maceta a su lado.
Observé los dos pedazos de cosas importantes que se habían roto en mi vida. Algo mucho más importante se había roto dentro de mí.

Acerqué la cara al cajón.
—No hagáis caso —susurré a las luciérnagas—. Vendré a por vosotras. Os necesito para salir.

—Me voy a mi cama —repetí.
—Ya te he oído —dijo—. Vamos, vete. No sé qué haces aún aquí.
—Adiós, mamá. 
Volvió a empujarme con los ojos fijos en la pelea.
Tiré de su brazo.
Logré que me mirara.
—Adiós, mamá.

Pero no podía salir del sótano sin mis luciérnagas. Siempre había imaginado que ellas serían la luz que me haría visible al mundo.

Me dirigí hacia la oscuridad en contra de cualquier instinto.

Temí que la lámpara de las luciérnagas se hubiera roto con el choque. Palpé el contorno del tarro. Estaba intacto. Me sentí estúpido por no haberme acordado antes de ellas.
—Brillad —les dije—. Iluminad mi camino.

Inicié la secuencia de toques en código morse en la tapa del tarro. La interrumpí al caer en la cuenta de que el brillo de las luciérnagas delataría mi posición. Era mejor permanecer a oscuras.

Rodeado de oscuridad, sin poder ver ni un pedazo de anatomía que confirmara mi existencia, llegué a sentir cómo desaparecía.

No quería salir del sótano sin mis luciérnagas. Ellas tenían que brillar para mostrarme el mundo con su luz.

—Dinos por qué quieres irte.
—Porque me habéis engañado —respondí mirando a los ojos de papá—. Éste no es el mejor lugar del mundo.

—Por eso crees que éste es el mejor lugar del mundo. Porque teníamos que hacerte creer que lo era para que pudieras vivir feliz aquí.

Detonaron con ella otro montón de sensaciones placenteras que hacían del sótano el mejor lugar del mundo. El calor de la mancha de sol en mis manos. La presión de la sábana en mi pecho mientras mamá me arropaba. Sus labios arrugados al besarme la frente. El olor de la abuela. El sabor de la crema de zanahoria. Terminé de repasar el trazado de la cicatriz. Los buenos recuerdos desaparecieron.

Alcé la mirada al techo. Seguí con los ojos el vuelo de una de las luciérnagas hasta que se desvaneció en el aire, desapareciendo delante de mis ojos. Como desapareció de mis manos aquella noche el pollito que nunca existió. 
Porque las luciérnagas tampoco habían existido nunca.

—Esas luciérnagas que dices ver son como el pollito que nació entre nuestras manos —explicó.
—¿Cómo?
—Te concedí un poder muy especial la noche que me trajiste el huevo. Te enseñé a ver las cosas como tengo que verlas yo —dijo. Colocó uno de sus dedos arrugados en mi frente—: Imaginándolas. Y veo que has sabido hacer un buen uso de ese poder.
Dejé escapar un suspiro de asombro.
—No existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma —continuó la abuela—. Y me parece a mí que tú eres una de ellas. Tú has creado tu propia luz. La luz que necesitabas en esta oscuridad. 
Abracé a la abuela.
—Esas luciérnagas existen si tú quieres que existan —susurró en mi oído.
Corrí al interruptor junto a la puerta de la habitación.
Lo apagué.
Todas las luciérnagas se iluminaron para celebrar la caída de la oscuridad. Los puntos de luz dibujaron al vuelo estelas de mágica luz verde. Giré sobre mí mismo con los brazos abiertos, a lo largo de la habitación, navegando entre los destellos intermitentes que me acompañaron durante mis últimos días en el sótano.
—¿Cómo es su luz? —preguntó la abuela—. Descríbemela.
—Verde —contesté.
—Y seguro que tan brillante como los deseos de libertad de un niño —añadió. 
Cogí al bebé entre los brazos del abuelo.
—Son las luciérnagas —susurré en su carita—. Mira cómo brillan. Durmieron contigo una noche.
Mi sobrino levantó los brazos. Abrió y cerró los puños en el aire. Como si quisiera capturar las luces que flotaban sobre él.
La abuela se levantó.
Salió de la habitación.
Regresó tras unos segundos.
—Toma —dijo—. Recupéralas.
Me dio un nuevo tarro de cristal mientras ella se quedaba con el bebé.
Salté a la cama con el tarro abierto.
Lo elevé.
—Volved —dije.
Las luciérnagas se arremolinaron en una nube de luz, una galaxia de destellos, antes de regresar al frasco por sí mismas. 
—¿Las tienes todas? —preguntó la abuela.
Confirmé cerrando la tapa.
Se produjo un silencio.
—Entonces… —murmuró papá—. ¿Puedo encender? ¿O tenéis que hacer más magia de la vuestra con cosas invisibles?
La abuela rió.
—Puedes encender —dijo.

—El mundo te está esperando —dijo—. Haces falta allí arriba.

—Tú siempre estarás conmigo —le susurró al oído.

La abuela me entregó al bebé.
Apoyé su cabeza cerca de mi codo, como mamá me había enseñado.
—Nos vamos a ver el sol —le dije.

—¿Podré volver a vivir aquí si no me gusta lo que veo? 
La nariz de mamá silbó.
—Claro que sí —dijo.
—Pero no querrás —añadió papá—. Lo que hay fuera es demasiado bonito. 
Inflé el pecho en una honda respiración.
Me giré en dirección al armario.
—¿Nos vamos?

—Abre los ojos —dijo el abuelo. 
Los había cerrado sin darme cuenta.
Tenía las manos heladas.
Las piernas me temblaban.
Aspiré un olor tan intenso que creí marearme.
—Ábrelos —insistió el abuelo—. Tienes que ver esto.
Cuando reuní el valor para abrirlos, tan sólo descubrí una inmensidad de color negro. Otro techo. Había salido a otro montón de paredes. A un sótano más grande.
—No hay nada —dije. 
—¿Cómo que no hay nada? Mira al cielo. 
Parpadeé con el rostro dirigido a la nada.
Comencé a distinguir puntos de luz.
Destellos que brillaban de forma intermitente allá arriba.
—¿Son luciérnagas? —pregunté. 
—Son estrellas —contestó el abuelo—. Y lo que oyes a lo lejos es el mar. 
Acaricié el suelo con las manos.
Tocando el mar.
Volví a intentar salir.
Mis piernas no respondieron.
Entonces recordé el poder que me había concedido la abuela. Podía hacer que el mundo exterior fuera lo que siempre había soñado. 
Deseé que mi pollito estuviera ahí para recibirme.
Enseguida lo oí piar.
Las ganas de volver a verlo fueron el impulso definitivo para salir. Una vez fuera, recogí el tarro de las luciérnagas que había dejado sobre la hierba.
—Brillad —les dije—. Estamos fuera. 
La lámpara se encendió con mayor intensidad que nunca iluminando todo cuanto tenía alrededor.
Mostrándome por fin el mundo que había más allá del sótano. 
Un mundo que era como siempre había imaginado. 
El pollito, pequeño y amarillo, caminó entre mis pies, batiendo las alas y piando en señal de bienvenida. Un montón de mariposas verdes, con las alas inferiores en forma de cometa, volaron entre el abuelo, mi sobrino y yo.
Desenrosqué la tapa del tarro.
Lo elevé por encima de mi cabeza.
Las luciérnagas volaron en libertad en dirección al cielo. 
Me quedé mirándolas hasta que no pude diferenciarlas de las estrellas.

Me gusta salir del faro cuando el sol desaparece pero aún no es de noche. Es el único momento del día en que el mundo carece de sombras. Mi hijo camina agarrado a mi pierna. Sé que un día su pequeña mano se soltará de mi pantalón porque querrá saber qué hay más allá de la vida que le enseña su padre, así que intento memorizar cada uno de estos momentos en que sus dedos aprietan la tela como si temiera salirse de mi órbita.

Arranco el diente de león de su tallo, con cuidado de no sacudir la cabeza fantasma que dejó la flor. Tras un ligero soplido, la burbuja de algodón se deshace ante él, decenas de semillas flotando en el aire a su alrededor. No existe sonido más alegre en este mundo que el que mi hijo sabe hacer con su garganta. Persigo con la mirada dos de esas semillas, dos paracaídas diminutos perfectamente recortados contra el fondo oscuro del cielo. Vuelan con sus filamentos entrelazados. En algún momento, las semillas dejan de ser visibles en la creciente oscuridad. Aunque no puedo verlas, sé que están ahí, como ocurre con los abuelos desde hace algunos años.

Pero cuando miro a mi propio hijo, caminando con sus piernas arqueadas como las de un vaquero, riendo mientras descubre el mundo y los dientes de león, me pregunto si yo no habría hecho lo mismo. Si no haría todo lo que estuviera en mi mano por protegerlo. Todo lo bueno. Y todo lo malo.

—¿Las ves? —le pregunto.
Una nube de luciérnagas revolotea sobre las briznas de hierba que mece la brisa marina. Son luciérnagas reales, no como las del sótano. La Luna ha respondido a la llamada de los grillos y empieza a teñir de plata la superficie del mar. La guirnalda de verdes destellos acapara toda la atención del niño, absorto en la mágica luz intermitente que flota en la oscuridad que nos envuelve.

La mano imaginada de mi madre se convierte en la mano real de mi sobrino, que aprieta la mía con una sonrisa. Son los mismos dedos que agarraron la oscuridad que había más allá de los barrotes la noche en que imaginé que habíamos salido mirando nuestro reflejo en la ventana.
—Estamos fuera —le digo, repitiendo la frase que le dije entonces.

La emoción empaña mi mirada al verlo avanzar con los brazos extendidos para tocar las luciérnagas, un milagro que acontece por primera vez frente a él. Aunque una lágrima resbala por un lado de mi nariz, sonrío cuando agita los brazos entre decenas de puntos de luz.
Porque sé que la luz pertenecerá siempre a los que son como él. 
Y a la oscuridad quedarán relegados quienes no estén preparados para saber qué hay más allá de su pequeño mundo.

1 comentario:

  1. Éste libro es realmente mágico, y sus citas, preciosas. A mí me encantó.
    Un beso. ^^

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